Por: Esteban Duque Mesa
Navegar el mar es como recorrer un desierto interminable de dunas en movimiento. El sol toca con sus rayos las pieles desnudas y el viento sopla arrastrando la sal a su paso. A parte de olas, poco o nada puede ver el ojo que no sabe qué buscar. Para mí, la búsqueda se convierte en una obsesión y la obsesión en un trabajo. Mis ojos se posan sobre el horizonte escrutando la distancia hasta donde la mirada alcanza. Incontable es el tiempo que he pasado observando el mar y ahora es fácil reconocer a kilómetros pescadores, aves, peces, rayas o delfines que se asoman entre las olas como jugando a las escondidas. Pero nada de eso es lo que busco. Mi corazón ansía divisar una columna de humo, como un hervidero repentino que sale del agua y se disuelve en el aire. Esta imagen siempre viene acompañada de un grito: ¡Ballena!, vocifera el capitán y la embarcación cambia su rumbo y se dirige a la humareda.
Para quienes nunca han visto una ballena, este es el momento de más tensión, el preludio de un instante que se quedará grabado en sus corazones por el resto de sus vidas. La ansiedad comienza a inundar la embarcación mientras la proa galopa las olas y golpea el agua con fuerza. Todos quieren verla, pero el movimiento no les permite ponerse en pie. Ansiosas, las cabezas se asoman por el costado, esperando poder espiar un pedacito de algo que no saben cómo imaginarse. Pero la ballena está bajo el agua, no saldrá a respirar hasta dentro de unos minutos. La velocidad de nuestra lancha comienza a disminuir y poco a poco pasamos de una frenética aceleración a una quietud que solo es alterada por el vaivén de las olas. Hay una tensa calma, un momento en el que la ansiedad y la felicidad se mezclan y se hacen una sola. En cualquier momento uno de los seres más grandes del planeta romperá la superficie y exhalará con sus potentes pulmones.
Pero tras aguzar el oído y la sensibilidad, nos damos cuenta que algo está pasando. En el aire se escucha un rumor, un lamento que llega a mis oídos como un susurro, enmascarado por el constante ronroneo de los motores. Ahí me doy cuenta que esta no es una ballena cualquiera, esta ballena está cantando. Tras apagar los motores, es claro lo que ocurre, ahora todos podemos escucharla. La embarcación de fibra de vidrio vibra con potencia y a través del casco se pueden escuchar los quejidos que vienen de la profundidad del mar, casi como si el fondo del océano estuviera recitándonos un mensaje. Metemos el hidrófono al agua y encendemos el parlante para amplificar el sonido, pues en el paso del agua al aire parte de la vibración se pierde. Este momento marca la vida de muchas personas, como lo hizo conmigo. Escucharlas me plantó una semilla en el alma y ha llevado mi vida en un rumbo que nunca habría esperado. Cuando su canto se escucha, el tiempo se detiene y hasta el aire parece más liviano, más aromático. Es como si entráramos en otra dimensión, como si los ángeles hubiesen bajado del cielo y pudiéramos escuchar sus coros celestiales. En los ojos de los turistas se pueden ver algunas lágrimas, que al rodar por la mejilla se encuentran con una sonrisa. Son pocos los momentos en nuestras vidas en los que lloramos de alegría y por eso para mí esos momentos son sagrados. Las ballenas tienen el poder de emocionarnos hasta las lágrimas. Es tal vez su inmensidad, tal vez su belleza, tal vez su misterio. Tal vez un poco de todo.
¿Qué están diciendo? Me preguntan ilusionadamente algunos como si yo lo supiera Entre más las conozco menos sé qué están diciendo. A veces sospecho que no están diciendo nada y que a la vez están diciendo todo. Saco mis argumentos científicos, pero por más palabras y estudios que recite, nada puede explicar lo que sentimos, el momento mágico que nos hace latir el corazón en ese instante: no está explicado en ningún artículo y la revista más prestigiosa no tiene ni una pista de las sensaciones que en ese momento nos hierven en la sangre.
Después de unos minutos escuchando sus llamadas, puedo notar que la canción ahora se escucha con menos claridad. Entonces, con mucha certeza le digo a los pasajeros: ¡Todos atentos! Esta ballena va a salir a respirar. Miradas de incredulidad enlazan los ojos inquietos. Nadie lo cree, pero aún así todos la buscan. Unos segundos después, ¡PUFFF!, un soplido potente e inesperado hace brincar del susto a todos los desprevenidos. La ballena ha salido a superficie, a unos 20 metros de nuestra embarcación. Nadie puede creerlo y aún así lo están viviendo. La emoción embriaga a todos de nuevo, embriaga el corazón de cada persona y derrama lágrimas de quienes miran con ojos enamorados. Ahora podemos verla y escucharla, sentirla vibrar junto a nosotros. Después de tomar unas cuantas bocanadas de aire, sacando solo su espiráculo y su dorso, la ballena toma una última gran bocanada y comienza a arquear su cuerpo. El capitán pregona en voz alta ¡Cola, cola, cola! mientras la ballena se impulsa hacia el fondo y por unos pocos segundos expone su icónica aleta caudal. Entre gritos, sonrisas y lágrimas, los asistentes viven un sueño, un momento que bien podría ser parte de una película o un documental, pero que están presenciando en vivo y en directo.
Estos son los momentos que más amo, los momentos que me mantienen pulsando y le dan combustible a mi vida. Mi labor, la que me indica el corazón, es permitirle a todo aquel que lo desee vivir la experiencia de dejarse tocar por la emoción que se siente estar ante una ballena, mi labor es llevarte a que las ballenas te emocionen hasta las lágrimas.