Por: Gabriel Bedoya, PADI, IDC staff instructor
Enrase los tempranos 90s cuando las primeras operaciones de comercio, y entre ellas algunas escuetas escuelas de buceo deportivo hacían su aparición en la escena social de la muy cerrada y conservadora sociedad paisa. La eclosión del buceo deportivo llegó a convertirse en la válvula de purga que de muy buena manera nos ayudó a escapar de la realidad terrorífica que marcó el cambio de década de los 80s a los 90s. Muchos jóvenes de la época preferíamos vivir la vida sumergidos antes que andar “dando papaya” en cualquier esquina del barrio.
Eran también los años en los que un grupo de amigos de la Universidad de Antioquia daban rienda suelta a un sueño conocido como “Burbujas Centro de Buceo.” Fue aquí en las instalaciones de esta “escuela-tienda” donde encontré la fuente de la felicidad, donde pude realizar mi sueño de convertirme en arcángel de aguas azules. Eso sí, nada de eso pudo ser posible sin la generosidad de un hombre de enorme corazón, Don Jorge Pérez, uno de los socios fundadores de Burbujas, quien junto con Darío Restrepo, un caballero a carta cabal y Fernando Flores “Satanás” (que de diablo solo tenía el apodo, porque en el fondo era un osito de peluche), armaron un espacio para celebrar la vida que cambió mi destino para siempre.
Llegué a Burbujas escondido detrás de un disfraz de carpintero, una actividad que mi padre me incentivó a desarrollar como forma de evitar que cayera en las malas amistades, pues al terminar la vida escolar, decidí explorar vías paralelas a la academia. Llegar a Burbujas voló mi mente exploradora, despertó la pasión dormida por la mar, me enamoré del agua salada, hasta el nivel de entregarme completamente a ella como marino embriagado. Fue el comienzo de una relación amorosa que trataba de domesticar para no abortar la academia. Precisamente fue aquí donde hice mis primeros pinos como buzo al unirme a un grupo incipiente de buzos de la Universidad Nacional, al cual llamábamos “Escualos”. La verdad no sé si le llamábamos así por precariedad de la organización o porque realmente éramos comida para los tiburones.
Jorge, Darío, y Fernando, me acogieron como si fuera de la familia, a ellos los llevaré en alma por siempre, los quiero como se quiere y respeta a los hermanos mayores. Ellos en su momento me dieron consejos y también merecidos regaños que ayudaron a formar mi personalidad. A Burbujas le debo todo lo que soy hoy, sin Burbujas no habría Gabriel Bedoya.
Una tarde cuando nos preparábamos para salir a dictar nuestras acostumbradas clases de buceo en la piscina olímpica de Medellín. Llegó a la tienda un sujeto alto, fornido, vacaneado, con un humor ácido y un vozarrón que llenaba a plenitud todos los espacios de aquel recinto, que por lo demás vale la pena decir, no era pequeño. Al verme detrás del mostrador, pasó saludarme como si me conociera de siempre, diciéndome “que hubo loco” donde están estos manes… de ahí en adelante, el que hubo loco, se convertiría en la marca registrada que abriría la caja de Pandora que identificaría al gran Franco Ospina.
La calle 10 de Medellín es hoy uno de los lugares más transitados y populares de la ciudad, por aquí transitan todos los días cientos de turistas y propios todos los días. Lo que muy pocos saben hoy, es que El Centro de Buceo Franco Ospina se convirtió en un punto de referencia geográfico para nuestra generación. Su escuela de buceo fue reconocida por todos, gracias a la bandera de buceo gigante y al mascaron de proa que Franco hizo construir en la calle 10 con la carrera 36, ahí al ladito del centro comercial Vizcaya, donde hoy un cíclope de concreto se erige para tratar de ocultar el pasado glamuroso del Centro de Buceo Franco Ospina. Esta bandera era un hito en el espacio geográfico que marcó el punto de contacto para citas amorosas, encuentros de amigos y lugar de referencia para los perdidos, que trataban de ubicarse entre las complicadas direcciones del barrio.
Como instructor independiente tuve el honor de acompañar a Franco en muchas de sus iniciativas. Desde ese lugar emblemático donde la calle 10 comienza a empinarse compartimos cientos de conversaciones, tomamos tinto y degustamos toda clase de platillos costeños. Ese man de Franco, eso sí, era ante todo un goloso, dicho en el buen sentido de la palabra. Dondequiera que operase, el hombre contaba con su propio staff de cocina, visitarle en cualquiera de sus sedes, era al mismo tiempo prepararse para comer rico, y créanme siempre había para todos, alcanzaba para los invitados, para los pegados y hasta para los antojados, ¡su generosidad era extrema!
“Pacho” como yo le llamaba en confianza, era un conversador elocuente, sabía prácticamente de todo y su retentiva retaría a los más atrevidos en el arte del “action-impro”. Nunca, nunca lo vi triste, siempre andaba de buena vibra, porque él era así, despojado, desabrochado, un verdadero vacán, de esos en vía de extinción.
Lo acompañé muchísimas veces a su natal Santa Marta, era un anfitrión insuperable, y sus hermanos, mejores aún, muchas veces le pedí en chiste que me adoptara. Andar con Franco en Santa Marta era estar en el púlpito de la popularidad, ese man era amigo de todo el mundo, sin importar el estrato social, le daba igual conversar con el alcalde o con el lanchero, sabía dónde vendían la mejor arepa de huevo, y con él tomé el mejor jugo de zanahoria que jamás haya degustado.
En la calle 10 la dicha duraría poco, de ser el faro del barrio, el Centro de Buceo Franco Ospina, se convirtió en la madre perla del barrio, ya que Franco tuvo que mudarse para la casa mejor escondida de El poblado. Ahí al ladito no más, muy cerquita, pero al mismo tiempo, en la casa más bien encaletada entre hoy, los extintos bosques del barrio el Poblado. Pero como suele suceder cuando la modernidad asoma, el Centro de Buceo terminó gentrificándose para mudarse a una propiedad a la cual yo bauticé la casa de los “Monsters,” comparándola con la casa de la serie americana The Monsters Family.
Esta nueva sede era muy especial, pensándolo bien, nada alrededor de Franco podía ser corriente, cotidiano, a Pacho todo lo desbordaba. La casa con pinta de castillo contaba con toda clase de historias, bosques susurrantes, pisos crepitantes, y esas paredes gigantes de las casas antiguas. Eso sí, era una construcción hermosa de la cual decían que hasta la habitaban fantasmas, a mucha gente le producía miedo el lugar y hasta me pedían no dejarlos solos en la noche. Todos esos componentes le agregaban su toque de suspenso a las clases de buceo nocturnas, las mismas que a veces podrían prolongarse casi hasta la medianoche. Por supuesto, Franco no era ajeno a los cuentos de la propiedad y él mismo le introducía más drama al asunto… “Oiga loco, como usted es el último que va a salir del Centro de Buceo hoy, cierre bien las puertas, no vaya y se nos salgan los fantasmas…” Me lo decía en forma de chanza, pero hoy pienso que el asunto portaba cierta dosis de verdad.
Franco era un personaje como salido de alguna novela de García Márquez, encarnaba el realismo mágico en persona. Cuando pienso en él, mi mente se llena de fábulas. Su mente siempre estaba navegando, era una cosa así como primo-hermano del viento, hijo prodigio del agua, yo creo que durante su infancia, sus progenitores antes de darle leche de vaca, le llenaban el tetero de agua salada. Franco nos llevaba millas a quienes nos convertimos en sus colegas, él llevaba el océano en su ADN y quienes tratamos de emularlo éramos apenas versados instructores de piscina. Sus aventuras siempre tenían un carácter apoteósico, por qué nada le quedaba grande, ni siquiera atravesarse a cruzar el charco solo en una bañera con vela. No voy a meterme en el tema del Caminante del Viento, asunto por el cual Franco fue ampliamente reconocido en el país, solo diré que fui testigo de excepción de cómo soñó, visionó y ejecutó sus travesías. Lo acompañé en múltiples ocasiones a ver potenciales patrocinadores, benefactores y amigos que le ayudaron a orquestar sus aventuras. Franco no era humano, o por lo menos un humano cualquiera, él era nuestro superhéroe macondiano del que nunca García Márquez escribió.
De la casa de los fantasmas, migró a la Transversal Inferior sin cambiar de barrio, Franco era un hijo de El Poblado. Desde mi perspectiva, de todos los puertos donde Franco ancló su Centro de Buceo, la mejor locación se construyó en esta casa, localizada en la parte alta del barrio. Tengo que decir que todo me gustaba de ese lugar, los amplios espacios, los muebles y los accesorios seleccionados (escafandras, timones, antigüedades marinas, etc.), era como un museo del mar. Pero lo más atractivo del sitio era el ambiente de camaradería que respiraba el equipo de trabajo, Franco lograba contagiar su equipo con esa energía vibrante que le particularizaba, era como una planta nuclear, emanaba buena vibra a todas horas, viralizando con esa aura al mundo que le rodeaba.
Por supuesto, la comida que en esa casa se servía era eje central de muchas conversaciones. Aquí Pacho le dio rienda suelta a su sibaritismo epicúreo caribeño. Quién podría olvidar a Franco sentado en su imponente escritorio de pino extraído de las mismísimas entrañas de las montañas del oriente antioqueño. Franco era algo así como un super ministro, en su mesa de trabajo cabíamos todos, los patos que trabajábamos con él, los que le visitaban y los muchos alumnos a los que él convirtió en seguidores fervorosos. Una vez más lo digo, porque Franco era así, contaba con el don de juntar a la gente, en su Centro de Buceo muchos encontraron el amor, allí nacieron muchísimas parejas, él compartía su conocimiento e historias fantásticas con familias enteras, donde atraía la atención de chicos y de veteranos, él poseía un imán que generaba fanaticada.
Son tantas las historias, las vivencias sentidas que el tema nos alcanzaría para escribir un libro. ¡El que a propósito se nos quedó pendiente Pacho! Muchas veces traté de convencerle para que hiciéramos un libro donde relatase sus odiseas a vela por el mundo.
Mi última parada con Franco y su Centro de Buceo fue en el edificio Platinum, ahí no más, al lado del Centro Comercial El Tesoro de Medellín. Aunque este no fue el último puerto donde fondeó anclas mi amigo, fue el lugar donde por última vez compartí con él antes de radicarme en los Estados Unidos. En el Edificio Platinum, Franco abrió su Centro de Buceo más íntimo, en el que consolidó todos los elementos que le hicieron famoso entre la gente.
Franco era como un cíclope bonachón, a veces un poquito ingenuo de lo buena gente, para muchos de nosotros sus colegas, era como “Sulley” el monstruo azul de Monsters Inc.
Sé que no se ha marchado aún, sabemos que su recuerdo vivirá entre nosotros cada que nos calcemos la máscara y las aletas, su voz retumbará en resonancia, ¡cuando alguien en cualquier lugar del mundo pronuncie las palabras !que hubo loco! Siento que no me alcanzan las letras, ni el papel para hacerle un homenaje a mi amigo. Una cosa es segura, hoy Pacho vive dentro de mí, en ese espacio conceptual al que llamamos corazón. Para mí, Pacho anda de excursión, se ha ido de entre los terrestres para reunirse con otros gigantes como Jacques y Philipe Cousteau, Lloyd Bridges, y hasta el mismísimo Capi Ospina (su padre), entre muchos otros que nos inspiraron e inocularon el amor por el mundo submarino. Se que en algún portal de la Atlántida le están esperando para abrirle las puertas de Poseidón. A su familia extendida, esposa, hijos y hermanos, quiero darles las gracias por habernos premiado con un amigo como Franco y a Talasa madre mar, le devolvemos a uno de sus hijos privilegiados, esperando encontrarnos de nuevo, algún día, en algún destino de las profundidades para compartirnos el octopus y reírnos entre las burbujas.