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Del mar a la mesa, una reflexión sobre el consumo de pescado

Las sirenas histéricas serpenteando entre la humareda vehicular del caos citadino son la música de fondo, mientras lejos de las escaramuzas civilizadas alguien que sólo usa su piel como techo se adentra en el mar de esperanzas moviendo su bote hecho de se

Por: Juan Carlos Gutiérrez, biólogo, apasionado por la pesca artesanal sostenible y la conservación de la biodiversidad.

Artículo publicado en el libro 'Hacia dónde van nuestros océanos', que circuló con la Agenda del Mar 2016 con motivo del aniversario 25 de la Agenda del Mar.  

 

Las olas besan la madera pero el agite se incrementa con la brisa que soplan los pájaros ocultos tras las nubes tronadoras, mientras azules incalculables empujan el bote entre las espumas rabiosas de las olas reventadas.

Muy lejos de allí y entre concretos urbanos, una corbata aprieta un cuello, y los neones brillan en los relucientes zapatos que no conocen el barro, mientras llega la carta con mensajes de sabores que nadan en aromas que llevan y sazones de playas y ensenadas entre saludos electrónicos y rings que no parecen de teléfonos. Un oficinista saturado de teclados revisa la carta de un restaurante con nombres de animales que cruzan el mar, que vigilan los arrecifes, que traen la costa colorida al mundo gris de trajes de planchado permanente.

El sol se ahoga en estridentes tonos naranja y rojo entre el océano que se hace negro dejando una estela de nubes pintadas que se desvanecen con la llegada temprana de las estrellas reflejadas en el mar.

En un dedo calloso, con cicatrices viejas, se usa un pedazo de neumático de bicicleta, que no deja que el cordel corte la piel. Las plomadas van hasta el fondo que se cuenta en brazas, del mismo tamaño de un saludo, de un abrazo. El  mar azul se duerme cerrando su párpado oscuro. Olitas rompen el silencio estallándose contra la borda. La noche es cómplice del pescador, la carnada la que pone el olor. El pez busca para ser pescado. El pez busca para convertirse en pescado.

El silencio negro se rompe con dos luces temblorosas que vibran en la estridencia humeante de un motor disel de un barco de pesca de arrastre, tal  vez el último pirata de una industria predadora, con marinos engrasados y sucios de escamas de petróleo. Marinos sin razón mecanizan la pesca, sacos llenos de ranfaña se desangran en la cubierta, chapaleando de vida agónica, llegando la muerte estática a la que era una masa viva en el jardín de otro edén. Escarban entre cadáveres de formas exóticas, de colores inciertos, de secretos del fondo que no entienden, para buscar sólo los camarones. El resto vuelve al mar, muerto. Un sacrificio costoso para una ganancia mínima.

Las redes vuelven al fondo para seguir arrasando la inocencia ingenua y frágil de ecosistemas tejidos entre tantas especies que sus nombres no caben en los anaqueles de las bibliotecas de los biólogos distantes. El barco pasa y se aleja dejando su estela de muerte hasta desaparecer entre nieblas de carbono.

Los cubiertos campanillean desde la cocina, los platos se acomodan en las mesas, el cocinero suda pimienta y el mesero albaca. Los filetes saltan en la plancha y aromas salados de mar hacen vibrar otra vez el pescado. Ojos saltones de comensales inquietos esperan ansiosos la prueba del final de una cadena de eventos que terminan en el gusto y el placer de la buena mesa, en el disfrute de descubrir las variaciones de sabores y texturas de una historia condimentada por pescadores y cocineros.

La saliva no se puede contener, la imaginación confunde la realidad con el gusto y olfato, cada bocado sorprende y fascina, hedonismo humano por vanidad o necesidad pero placer al final, recetas secretas o simples sin sal, salsas de ultramar o limón del patio de atrás, el pescado fascina y envuelve en su sabor primigenio y nos acerca al origen que olvidamos.

La canoa es la cama, igual que la cuna se mece, pero ésta con las olas de la madre mar. Se duerme con las estrellas del techo más alto y con las de los seres que alumbran desde abajo, de la delgada membrana que es la superficie que limita dos mundos. Los anzuelos cargados acechan las bestias de la obscuridad insondable, un jalón sacude el bote y el dedo gordo del pie que servía de vigía atado al cordel con el azuelo en su final. La fuerza viva viene del fondo y las manos gruesas recobran la línea de pesca a toda prisa antes de que temple como acero azul.

Las estrellas se despiden entre púrpuras que se vuelven naranjados, amarillos y al final de cielo azul. Los primero rayos sorprende las pupilas y la lucha entre la fiera y el pescador ya lleva una hora. El sol señala en brillos la línea invisible del cordel, la lucha se hace de resistencia más que de fuerza.

El pez arrastra el bote y en los pocos descansos el hombre recobra línea acercando cada vez más el monstruo anónimo que aún no se manifiesta, brillos zigzagueantes de sol azotan la superficie del agua aún con el negro de la noche en su fondo. El espejo de agua se quiebra espontáneamente con el salto magistral de un atún de aleta amarilla, con sus brillos metalizados y su forma de torpedo, anunciado una pelea a muerte.

Si el cordel se jala demasiado cortará los dedos o romperá la cuerda o rasgará al pez o el anzuelo se enderezará separando a los contrincantes para siempre. La cuerda zumba en tensos giros amplios que se van haciendo erráticos, en los que al aflojar, el pescador recobra y se repite la acción, tire y afloje, afloje y recobre.

Ya se puede ver que el pez es casi del tamaño del bote, el día sigue ganando con su luz a las sombras del fondo, los colores de la selva que mira distante entre las nieblas de los cerros se tornan de grises a verdes. El ojo redondo y grande, más obscuro que la noche sin luna, mira desde los saltos el cansancio de su captor.

Siguen los zumbidos del cordel y no hay tiempo de achicar la canoíta de palo, mientras el agua inunda el bote y trata de unir los horizontes que hay entre el aire y el mar. El sudor de sal es igual a la fuerza muscular, a la tenacidad que vigilan las aves que cuelgan de las nubes esperando su oportunidad. Para qué gritar si este pez es sordo, para qué gritar si nadie te escucha adentro en el mar, para qué gritar si el cielo no responde, ni rezando, ni insultando.

Las totumas se fueron flotando en otras corrientes, con el tumbo de agua dulce y la remesa que empacó en hojas de plátano, con cariño su mujer, en la tarde de ayer, la pelea sigue, pero cuidando el remo que se iguala con las aletas filosas y aguadas acostumbradas a la velocidad y las grandes distancias de éste y otros mares de más allá. La cuerda se afloja cuando el bote está a media agua, la tensión se pierde con la respiración, la distancia entre los contrincantes los deja mirarse a los ojos antes del final. El pescador jala y jala haciendo que la bestia tiemble del cansancio y deje que sus brillantes costados de acero y oro resplandezcan con la sonrisa blanca del obstinado pescador.

Una corbata se afloja para poder disfrutar un plato exquisito con una historia que el sabor apenas puede contar.

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