Por: Santiago Arbeláez Arango, navegante
A lo largo de todas las épocas de la humanidad, los vínculos del hombre con el mar han sido llevados de la mano de las creencias y, si bien los marineros de agua dulce de hoy en día tienden a considerar estas como parte del folklore popular, los marineros curtidos aún las miran y siguen con recelo.
Hasta hace poco los nombres de las embarcaciones eran femeninas, invocando de alguna manera la protección maternal. De hecho, en algunas lenguas como el inglés, se hace referencia a los barcos en género femenino. Y como las tradiciones evolucionan, se nos hace hoy normal ver el bautismo de las naves con una botella de champán (¡y ay de aquel navío en el que la botella no se rompa a la primera!) o derramando vino sobre la proa y amura.
Esta común tradición se originó en Grecia cuando las galeras eran botadas sobre una fila de esclavos acostados, de manera que la nave se bautizaba con la sangre de los mismos. Pero una vez bautizado el barco, siempre se ha considerado de mal agüero cambiar su nombre, y por eso los franceses idearon un método en épocas recientes para que esto no suceda. Consiste en navegar de ceñida haciendo rumbos en zig-zag y navegando de popa a continuación, tras lo cual un cura podrá bendecir el cambio de nombre, siempre y cuando no suba a la embarcación.
¿Cuándo zarpar?
Zarpar el jueves es aventado, pero ¡ay de aquel que lo haga el viernes! Si esto parece jocoso recordemos que Bernard Moitessier, el gran maestro, adelantó su salida antes de lograr la mayor circunnavegación justo por esto.
También es arriesgado aquel que se hace a la mar el primer lunes de abril (cumpleaños de Caín y aniversario de la muerte de Abel), o el segundo lunes de agosto (destrucción de Sodoma y Gomorra) o el 31 de diciembre, fecha en la que se colgó Judas.
Lo que no se debe llevar
Cada tripulante es libre de llenar su bolsa con lo que quiera, pero valdría la pena tener en cuenta algunas recomendaciones tradicionales: las flores están prohibidas a bordo y su único fin sería hacer de corona póstuma en un naufragio. Llevar ropa verde, comer peras (y bananos en algunos barcos ingleses), llevar una sombrilla, usar una nueva caña del timón o subir a bordo un libro de Vito Dumas, es en todo caso atraer la mala suerte al barco.
Si algún tripulante comete el grave descuido de poner su ropa al revés, o el lado de atrás adelante, debe ser prontamente arrojado al agua para evitar algún desastre.
Pronunciar “conejo” es lo peor
Un gato negro a bordo siempre traerá buena fortuna, siempre cuando se aborde con el pie derecho primero, ¡pero ay de aquel que mencione la palabra conejo, pues traerá lo peor para toda la nave! Igualmente aquel que irresponsablemente ose llamar el viento mediante silbidos más prolongados de la cuenta.
Mientras se camina hacia el puerto es deber de todo navegante prudente abortar el zarpe si ha avistado un cura o una mujer descalza, a riesgo de sufrir una fatalidad. Incluso, si el cura es pelirrojo, se debe evitar navegar durante un tiempo prudencial.
Y si al final de todo los elementos nos superan, siempre nos alegraremos de tener en el pie de mástil una moneda con la cual pagar a Caronte sus servicios.