Por: Carlos Vives.
Saturnia se llamaba ese lugar bendecido por la creación, un gran santuario de pisos térmicos en la zona tórrida, muy cerca del Ecuador. Allí se sembraba y nacía de todo: higos y dividivis en sus tierras bajas y, en sus tierras más altas, frailejones.
Saturnia estaba cercada por legendarios océanos, sembrada de grandes montañas con nieves perpetuas, silenciosos páramos, ríos caudalosos y ciénagas sonoras. Agua en todas partes: en sus cocos, en sus peras, en sus patillas y melones, en sus pomelos de almíbar. Porque todo lo que nacía en este mundo anfibio era dulce como los corazones de su gente; corazones de mamones, mameyes, zapotes, y mangos. En Saturnia convivían el tití y la ballena, el quetzal y la golondrina, el tigre y la guartinaja. Su música era hermosa y diversa, sonaba al agua y al viento, y su forma de hablar era cantando. Pero había una realidad que cambiaría el curso natural de las cosas en este inédito paraíso. La gente de Saturnia no estaba contenta con sus dioses y con todo lo que ellos les proveían. Y lo que era peor, desde su origen no aprendieron a reconocerse y mucho menos a ponerse de acuerdo en lo fundamental para la vida en armonía. Los ricos se volvieron muy ricos y los pobres se volvieron muy pobres. Había tantas diferencias entre ellos que Saturnia no conocía la paz. Así que un grupo de hombres se reunieron en la sombra, en una playa entre el mar y el río, al pie de la gran montaña, y determinaron expulsar a sus dioses para siempre e importar unos nuevos.
Decretaron el ostracismo para los ancianos, los sabios y los mamos. Se burlaron del profesor, del bueno y del humilde; llamaron idiota al poeta y loco al historiador; le enseñaron a la gente a envidiar al que se iba y todos en Saturnia aprendieron a mirar y a poner sus sueños en lontananza. Todos querían ser de alguna parte menos de Saturnia. Comenzaron a olvidar todo lo que tenían: al hermano mayor y sus secretos ancestrales; al campesino y el poder milagroso de sus manos con la tierra; al carpintero y al titiritero; a los artesanos y sus telares magicos y, hasta la tierra para los niños, que en Saturnia comían tierra, empezó a llegar de lugares lejanos. Así fue como llegó el nuevo gran dios del progreso, con su Olimpo de semidioses con nombres deslumbrantes a los que llamaban marcas: Frutilux, Verduplas, Watercool, Petropants, Gasomar, Superlacto, Hormochicken, Mercuriver, Toysgun todos ellos tenían relucientes trajes multicolores hechos de polietileno y celofán atornasolado con diseños en espuma de poliuretano, adornado con cables de policloruro de vinilo, arrastrando su ajuar de poliestireno y la indestructible mezcla de todos ellos. Aparecieron bajo la mirada atónita y sorprendida de los habitantes de Saturnia que no contaban con la educación ni el conocimiento, y que solo esperaban encontrar en sus nuevos dioses el progreso tan anhelado que en otros lugares ya se disfrutaba. Todo empezó a llegar empacado en cajas, en bolsas, en recipientes y en botellas, todos de plástico con saborizantes, colorantes, preservantes y muy fragantes. Y las comidas se parecían cada vez menos a las frutas, a las verduras y a lo que salía de la tierra. La gente de Saturnia comenzó a inflar sus vientres y a dejar a su paso una estela de basura que a nadie le importaba y que poco a poco iba cambiando el paisaje. La gente de Saturnia comenzó a vestirse de manera muy extraña y a parecerse cada vez menos a los hombres y mujeres de Saturnia. Y los árboles empezaron a florecer en bolsas plásticas rayadas… las personas se empezaron a comportar de manera tan rara que picaron los páramos buscando oro y metales preciosos, contaminaron los ríos y los mares, secaron los humedales, tumbaron los bosques en nombre del progreso, construyeron inmensas moles de cemento para fabricar agua y se extinguieron peleando entre ellos por la poca tierra que aún quedaba. Y, entonces, empezaron a escuchar música plástica que no sonaba como ellos. En algunas imágenes que se conservan de Saturnia en los museos, vemos a la gente con sus caras sucias y tristes, viviendo desolados en inmensas montañas de basura que exhiben orgullosas las marcas que les dieron nombre a sus últimos dioses.